Ser un seguidor de la pirotecnia no es cosa fácil. Usualmente se cree que uno consume todo lo que le intentan servir sin darle mucha vuelta. Con los efectos basta y sobra, dicen. Pero cuando el plato de fondo es promocionado como un festival de destrucción, y se han presentado las mejores secuencias en el proceso de calentar el ambiente, lo único que se espera es que el resto de lo que no se ha visto… esté a la altura de las  parafernalicas circunstancias. El problema mayor con 2012 es bastante claro: lo mejor ya está disponible en los trailers. Si esperan más secuencias, se quedarán de brazos cruzados ya que el resto es un simple relleno forjado a través de una duración excesiva.

La gula parafernalica ciertamente es saciada con afrecho explosivo. Sí, es realmente espectacular. Sí, deja satisfecho con tantos lugares reducidos a las cenizas bajo el ojo destructivo del alemán más gringo de todos, Roland Emmerich (ID4). Pero aquí tiende a establecer el hastío: por mucho que uno se deje llevar por la suspensión de la incredulidad para aceptar todo tipo de premisas e increíbles coincidencias, que es un requerimiento en el cine de desastres, el sentido común se pone en entredicho. Una cosa es rayar lo tontorrón, que en películas como El Día de la Independencia se aplaude, y otra distinta es llevar al extremo el arte de producir facepalms.

Otro problema es que para el tramo final, ya no se quiere más guerra. Y eso se da porque explican todo hasta el cansancio. El inicio es lento, la destrucción asombrosa, las consecuencias sin mucho brillo y el epílogo demasiado anticlimático. No se trata de pedir telarañas al murciélago, ya que es conocido a lo que se va. El juego aquí va de la mano con el atractivo que representa el fin de la humanidad, la destrucción sistemática de monumentos y las explosiones incesantes. Pero el argumento tiene demasiada explicación científica pastel y relleno dramático de las relaciones de personajes en su mayoría para el olvido. Todo mientras te venden la idea que debe importar su salvación, entre romance y lazos familiares de padres ausentes. Claro que con dos cucharadas y a la papa, la apocalíptica apuesta sería más satisfactoria. Pero no, con sus 2 horas y media de metraje existe bastante exceso en términos de edición.

En cuanto al arte de esquivar los peligrosos obstáculos destructivos, estos son generados como una pseudo extensión de El Día Después de Mañana. Si en aquella película los personajes tenían que jugar al corre que te pillo con el hielo y el frío extremo, aquí la idea es arrancar de la «trizadura de la pachamama» tras terremotos que dejan en ridículo a  aquellos temblores a los que prepara la señora operación Daisy. Sumen eso a los problemas familiares comandados por Jackson Curtis (un John Cusack haciendo de, ejem, John Cusack), quizás el otro elemento primordial del cine de desastres, y tendrán la base de una película que usa el temita de la típica alineación galáctica de las predicciones mayas, para un «científico» desplazamiento de la corteza terrestre. La misma que tiene como mayor desafío eliminar al Presidente de los Estados Unidos con la peor suerte y diálogos del mundo, ya que el resto se las da de inmortal coyote Willy.

Al amparo de ese pretexto, Emmerich arma lo que mejor sabe hacer. Aquellas secuencias de destrucción que sólo en el cine se pueden disfrutar a su máximo esplendor, con los lugares reconocidos reducidos a escombros  sin la necesidad de que lo que se genera deba tener un grado de credibilidad. Los efectos visuales para recrear el fin de los tiempos son soberbios, con todo su nivel de detalle: gente colgando de edificios y carros del metro volando por los aires son parte del menú. Otro elemento que sale adelante en el cine del alemán, son algunos guiños interesantes. Si en la película del frío extremo el pueblo estadounidense se movía por la frontera mexicana ilegalmente, en esta ocasión la idea de que sólo los billonarios pueden comprar su salvación es de lo mejorcito de su siempre conservadora propuesta. Y el chiste al Gobernador de California recuerda que quizás podría haber más sustancia.

Más allá del sentimentalismo y las secuencias empalagosas, 2012 también desperdicia al mejor personaje: Charlie, un demente amante de las conspiraciones que sabe exactamente lo que está sucediendo. Interpretado por un notable Woody Harrelson, que explota literalmente como el único que sabe en qué tipo de cine está metido. En torno a él, se establecen las excusas que intentan llevar a la familia Cusack del punto A hasta el asiático punto B con el relleno de por medio. El guión agrega el resto con forceps, con subtramas y conspiraciones políticas sin mayor gracia.

2012 a grandes rasgos es eso, una gran excusa para presentar la destrucción que todos esperan. El sólido fin de Los Ángeles a la velocidad de una limusina, la explosión magistral de Yellowstone, el adiós de la Capilla Sixtina, la memorable destrucción de la Casa Blanca y el último salto del Dalai Lama. Si fueron a otra película y vieron el trailer de 2012, ahora encontrarán la versión extendida con bastantes grados de repetitividad luego de las dos grandes destrucciones iniciales. Aunque es un espectáculo para satisfacer el ojo, el relleno sentimentaloide sobra y también molesta la cámara digital utilizada en varias secuencias. Como si con ella quisieran ahorrarse el dinero que se gastaron en tanto efecto.

Por un lado tenemos a un efectivo blockbuster visual que junta varias premisas de desastres en una sola (con terremotos, maremotos o volcanes), aderezado con los típicos clichés del cine apocalíptico de Emmerich que llega a su máxima expresión destructiva. Objetivo logrado, dirán. Pero por otro, es un producto que en la suma de sus rellenos se vuelve bastante tedioso, previsible y, por ende, sin mayor tensión. Ir sin conocer mucho de la película, llegando al cine casi con tanta suerte como la de los personajes, es claramente la mejor opción. De ahí a soportar su aletargado final, es un paso.

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